El infinito en un junco de Irene Vallejo

por Melba Castillo

El infinito en un junco” se publicó en 2019 y desde entonces su fama no ha parado de crecer, como dice su autora: 500,000 ejemplares se han vendido de la edición en castellano. Ha sido traducido a 35 lenguas y ha ganado muchos galardones.

Comencé su lectura con escepticismo, pero con curiosidad, me parecía que un libro tan laureado no necesariamente sería tan bueno. Debo confesar que me equivoqué. Lo comencé y no paré hasta terminarlo. Y creo que todas las personas que amamos los libros deberíamos leerlo.

El relato inicia con el nacimiento de la biblioteca de Alejandría, de la que sin duda hemos escuchado y como la imaginación es audaz, la pensamos como una de las grandes bibliotecas que hemos visitado, pero Irene nos va mostrando como Alejandro de Macedonia, conocido como Alejandro el Grande, encarga a su amigo Ptolomeo que se encargue de su construcción y organización. ¿Por qué en Egipto? Ahí se producía la materia prima para el papiro, el material en el que se escribía y que sacaban del junco. Se ordenaban por rollos, “rollos de papiro que albergan en su interior largos textos manuscritos trazados con cálamo y tinta: este es el aspecto de los libros que empiezan a llegar a la naciente Biblioteca de Alejandría”.

Pero los libros no inician allí, sino hace cinco mil años en Mesopotamia, a orillas de los ríos en que abundaba la arcilla, con la que se formaban tablillas de arcilla, pequeños ladrillos sobre los que se escribía y que han podido sobrevivir a los incendios, precisamente porque el fuego los ha fortalecido. También las hubo de madera, de metal, de piedra, sobre las que se fue escribiendo o dejando huella de pensamientos, épocas, costumbres. Luego vino la escritura sobre pieles curtidas, que tuvo su origen en Pérgamo y dio nombre al pergamino.

La lectura en voz alta era lo usual en calles y ágoras y los relatos que más gustaban iban de boca en boca. Además, muy pocas personas sabían leer y escribir, por lo que esta forma de difusión del conocimiento era la más popular. Las palabras “aladas” como las llamaba Homero, palabras que se llevaba el viento y solo la memoria podía retener. Luego se inventó el alfabeto y como dice Irene “nada volvió a ser igual”. Lo interesante, sin embargo, es que la lectura en voz alta sigue siendo parte fundamental de nuestro aprendizaje y de nuestra vida. ¿Quién no ha escuchado con fascinación un relato, un cuento, una historia contada por un narrador que da a las palabras la entonación adecuada? La insistencia de los educadores y educadoras en que los y las docentes lean a sus alumnos desde la educación inicial, que los padres y madres lean a sus hijos se sustenta en esta tradición que Irene nos cuenta con tanta maestría.

Gracias a la tradición oral podemos conocer hoy La Ilíada y la Odisea. Y la escritura fue por muchos siglos un asunto de una especialidad complicada: los escribas. Pero, nos aclara Irene, para los astutos navegantes fenicios, la simplificada escritura alfabética liberaba al comerciante del poder de escriba. Gracias a ella, cada uno podía llevar sus propios registros. Del sistema de los fenicios descienden todas las posteriores ramas de la escritura alfabética. La aramea, de la que provienen la hebrea, árabe e india. Igualmente, el alfabeto griego y más tarde el latino. En esa tradición nacen los libros, los que, a decir de Borges, “son una extensión de la memoria y de la imaginación”.

Con los libros, aparecieron las escuelas y también las bibliotecas, el comercio de libros. De la antigua Grecia nos lleva a la Roma imperial y cómo ésta aprovechó la cultura griega para enriquecerla y llevarla a los más recónditos confines de su enorme imperio. En muchas ocasiones, la cultura griega llegó al imperio romano en las manos y las cabezas de los esclavos, también en los libros. Nos cuenta que Cicerón, el famoso orador romano poseía varias bibliotecas y también unos veinte esclavos, entre secretarios, bibliotecarios, amanuenses, lectores que leían libros en voz alta.

Los ejemplos posteriores de trata de esclavos prohibieron la enseñanza y práctica de la lectura, en cambio en la civilización grecolatina eran los esclavos los principales encargados de copia, escritura y documentación.

También nos cuenta Irene de los acalorados debates sobre las ventajas y peligro de enseñar las letras a las mujeres. Los aristócratas romanos sí daban educación a sus hijas, pero no así los griegos. Tampoco existían las escuelas públicas, la educación era voluntaria, no obligatoria y además era cara. Además, en la mayoría de los casos iba acompañada de castigos físicos. “Solo en el siglo XX, la escritura se convirtió en una habilidad extendida, al alcance de las mayorías”. Pero sí propició las bibliotecas públicas el imperio romano, “la ciudad de las veintinueve bibliotecas: un catálogo de los edificios emblemáticos de Roma, fechado en el año 350, menciona esa cifra precisa”.

Los libros, dice Irene en sus páginas finales, “nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar el erario para cuidar a los enfermos y los débiles. Estos hallazgos de los antiguos, los que llamamos clásicos y llegaron hasta nosotros por un camino incierto. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.

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